miércoles, 8 de noviembre de 2017

Mi 1967

En enero de 1967, nevó en el Distrito Federal. Un mes después, entré a la secundaria (la No. 29, en Tlalpan, mi pueblo natal) y en marzo cumplí doce años de edad. Fue a mediados de ese año que escuché con asombro dos nuevos discos que Sergio, mi hermano mayor, llevó a la casa: el Sargento Pimienta y Sus Satánicas Majestades, de los Beatles y los Rolling Stones, respectivamente. Sin embargo, no fueron suficientes para desviar mi atención de lo que más me importaba en aquellos momentos de mi vida. Me había enamorado platónicamente de Patricia Medina, “La Güerita”, una preciosa niña de trece años que estaba en segundo grado y quien no sólo no me miraba, sino que ni siquiera reparaba en mi existencia. Pero ya desde antes me gustaban los Beatles. En nuestra diminuta y rentada casa, en la calle de Magisterio Nacional, a dos cuadras del centro tlalpeño, teníamos varios discos de 45 rpm que escuchaba con mi hermana Myrna, tres años menor que yo y desde entonces fan absoluta de Paul McCartney (mi otra hermana, Ivette, había nacido justo ese mismo año 67, en el mes de febrero). Yo jugaba a ser John Lennon y cantaba “Love Me Do”, al tiempo que la canción salía por las bocinas del pequeño tocadiscos portátil que teníamos. “Cantas igualito”, me decía mi hermana y yo me la creía. Sin embargo, algo sucedió en ese mismo 1967 que vino a cambiarlo todo: surgieron los Monkees… y me volví su fiel seguidor. Cambié a Lennon por Mike Nesmith (gorrita de estambre incluida) y a “Love Me Do” por “I’m a Believer”. Con mis amigos Alejandro González y Gerardo Aguayo jugaba a que éramos los Monkees, hasta que al segundo empezaron a gustarle los Doors y comenzó a mirarnos con cierto desprecio. El mal momento tardaría un año en disiparse, cuando apareció el Álbum Blanco de los Beatles y recuperé la cordura. Pero eso fue ya en 1968, cuando estaba en segundo de secundaria y “La Güerita” había pasado a la historia para dar paso a otro amor platónico de nombre Beatriz. Tampoco pasó gran cosa con ella (ni con Leyla, mi platónico ideal amoroso de tercero de secundaria). Lo único cierto es que jamás perdí ya el rumbo rocanrolero. Ni siquiera cuando los Beatles desaparecieron en 1970.

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