viernes, 25 de abril de 2014

Un hombre llamado Cobain

Dentro del mundo del rock, mucho se habla del famoso Club de los 27, es decir, ese tétrico agrupamiento de grandes figuras del género que fallecieron a los veintisiete años de edad. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Brian Jones, Alan Wilson y hasta el bluesero de los años treinta Robert Johnson forman parte de ese club de tan dudosa reputación, uno de cuyos miembros más relativamente recientes mas no por ello menos conspicuos es Kurt Cobain, líder del grupo Nirvana y quien se pegara un tiro de escopeta el 5 de abril de 1994, hace ya veinte años.
  Cobain había sido figura central dentro del llamado movimiento grunge que se dio sobre todo en la ciudad de Seattle, Washington (cuna, por cierto, del propio Hendrix), en la costa noroeste de los Estados Unidos. Su personalidad al mismo tiempo carismática e introspectiva, agresiva y tímida, afable y huraña, se combinaba de manera peculiar con su enorme talento  musical como guitarrista y cantante, pero sobre todo como compositor.
  Fue la suya una vida trágica. Nacido en Aberdeen, en el mismo estado de Washington, el 20 de febrero de 1967, Kurt Donald Cobain creció en un medio hostil, en el seno de una familia al mismo tiempo cristiana y disfuncional, ya que sus padres se divorciaron cuando él tenía escasos nueve años y siempre añoró el tener una vida familiar más convencional y estable. A pesar de ser rubio y de ojos azules (el paradigma del estadounidense exitoso), fue un niño y un adolescente lleno de miedos e inseguridades. Su refugio desde muy temprana edad fue la música y muy especialmente el rock. Sus primeros héroes fueron los Beatles (a los cuatro años solía cantar una y otra vez “Hey Jude”) y más tarde empezó a inclinarse por grupos como los Ramones. Abrazo al punk más agresivo, al metal clásico y al noise.
  Aunque sus pasos iniciales en la música profesional los dio como roadie de algunas agrupaciones ochenteras de Seattle, pronto empezó a componer sus primeras canciones y junto con su gran amigo Krist Novoselic, decidió formar su propio grupo. Los dos camaradas probaron a un sinfín de bateristas y finalmente se decidieron por Chad Channing. Kurt se haría cargo de la guitarra y la voz principal y Krist del bajo. Fue esa la alineación que grabó el primer disco de Nirvana, el explosivo, crudo y cuasi punk Bleach (1989) que contenía temas como “About a Girl” y “School”.
  El sorpresivo éxito del larga duración hizo que algunas disqueras grandes los buscaran y fue Geffen la que se quedó con el contrato (Cobain eligió a ese sello porque acababa de firmar a sus ídolos: Sonic Youth). Con nuevo baterista (un salvaje y talentoso músico llamado Dave Grohl), el trío grabó lo que habría de ser su catapulta hacia el infinito, hacia la fama inmanejable, el dinero ilimitado y lo que representaría su trágica desgracia: el álbum Nevermind de 1991.
  Con temas como “In Bloom”, “Come As You Are”, “Breed”, “Lithium”, “On a Plain”, “Polly” y, por supuesto, la archiconocida “Smells Like Teen Spirit”, el disco se convirtió en un clásico inmediato y muy pocos pudieron ver el sudor, la sangre, la pus, la enfermedad que supuraba aquella placa que representó giras, portadas de revistas, apariciones en MTV, mujeres, alcohol y heroína. Aparte, claro, de las estratosféricas ganancias para la casa disquera. Kurt Cobain era una superestrella y muy pocos percibieron al hombre endeble, vulnerable, temeroso ante la vida y lo que ésta tan de golpe le presentaba y ponía a sus pies.
  Líder involuntario del movimiento que comenzó a conocerse como grunge y al cual pertenecían otros grupos como Soundgarden, Alice in Chains, The Screaming Trees o Pearl Jam, entre otros, Nirvana entró en una espiral vertiginosa. Vinieron más discos (Incesticide, 1992; In Utero, 1993; el célebre Unplugged, 1994). Extraordinarios todos, pero el final se acercaba de la manera más dramática.
  No en casual que Cobain hubiese querido que In Utero se llamara I Hate Myself and I Wanna Die, a lo que se opuso la disquera. Casado con una cantante junkie como Courtney Love y con una pequeña y hermosa hijita (Frances Bean), el hombre no sólo no era feliz sino que vivía en una constante angst que junto con su adicción a las drogas duras lo llevó al suicidio en abril de 1994.
  Un golpe de escopeta puso punto final a la vida de este genio atormentado, cuya música sigue vigente a dos décadas de distancia. Se le extraña.

(Publicado este mes en la revista Nexos).

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