viernes, 26 de julio de 2013

Un buen bateador

Hacía un frío del carajo. Roberto caminaba en círculos por la solitaria unidad habitacional, sin perder de vista el edificio que atento vigilaba. Llevaba las manos sumidas en los bolsillos de su gruesa y enorme chamarra verde, casi un abrigo, deslavada por el tiempo y no por la moda imperante. No podía dejar de mirar las ventanas iluminadas del cuarto piso, desde donde surgían risas divertidas que para él eran como agujas que se incrustaban en su cerebro. Mientras arrojaba nubes de vapor por la boca y la nariz, recordó que cerca de ocho años atrás había pasado por una situación semejante, una desesperación idéntica ante los obstáculos que le oponía una realidad cada vez más hostil. Aquella vez había fallado por partida triple, ya que el destino jugó con él de manera cruel aunque paradójica. Sin embargo, en esta ocasión sería diferente. No habría precauciones, no habría concesiones. Iría directo a su objetivo sin pensar en las consecuencias. Era antes que nada una cuestión de principios y como tal la asumiría. Cierto, se sentía nervioso. Hay circunstancias que a los cuarenta y siete años de edad se vuelven difíciles de afrontar y ésta era sin duda una de ellas.
  Las risas volvieron a hacerse presentes en sus oídos y su conciencia. Reconoció la voz y un escalofrío más extremo que el cierzo de la madrugada lo recorrió de la cabeza a los pies. Era la voz, su voz, la voz de la mujer que amaba y que después de tres largos años de zozobra lo despreciaba con una saña que era como sal cruda esparcida en una herida que se negaba a cerrar, a pesar de tantos y tantos intentos por curarla. Y era también su risa, aquella risa que él tan bien conocía y que habían compartido tantas veces en un pasado que parecía remontarse a eras anteriores al diluvio universal, a pesar de que hacía tan sólo unos meses llevaban aún una relación medianamente aceptable.
  Amaba su risa. Era como la de una niña. Fresca, sonora, contagiosa. Su risa. Luego escuchó la otra risa, grave y un tanto oligofrénica -al menos así le pareció a Roberto-, la risa del tipo que más aborrecía en el mundo y contra quien dirigía un rencor que lo rebasaba por completo. El odio volvió a invadirlo y a inyectarle ánimos suficientes para no abandonar su misión. Respiró hondo. Tenía que mantener el mayor control posible y evitar que los nervios, de por sí intensos, lo traicionaran y echaran todo a perder. A su mente acudió entonces un pensamiento. ¿Cómo era que si hacía tanto frío ellos tenían las ventanas abiertas? Porque los demás apartamentos permanecían cerrados y a oscuras. Eran las tres y media de la mañana. En fin, qué importaba.
  De pronto, un ruido a sus espaldas lo hizo estremecer. Miró de reojo y vio a un hombre que se acercaba con paso rápido. No le gustó aquella presencia. Parecía un tipo de clase media, seguramente inquilino de alguna de las horrendas edificaciones que daban la impresión de haber sido construidas con cartón y engrudo de tan frágiles que se veían. Temió que el sujeto sospechara de él y que al llegar a su casa llamara a la policía. Maldijo para sus adentros y trató de mostrarse tranquilo, como quien pasea muy quitado de la pena, a tales horas de la noche, por aquellos parajes de cemento al aire libre. El extraño vestía un traje lustroso de color claro y llevaba la corbata aflojada. Resultaba claro que iba a pasar a su lado y Roberto se quedó inmóvil.
  -Buenas noches, vecino -farfulló el otro y siguió su camino sin detenerse, como quien lleva gran prisa por arribar a su hogar.
  El hombre iba borracho. Lo delató su voz mal articulada y la forma como trastabilló y estuvo a punto de caer un poco más adelante. Pronto se perdió de vista y Roberto recobró cierta calma, la necesaria para mantenerse firme en su plan.
  Cerca de una hora tuvo que transcurrir antes de que las risas cesaran y los indicios de que su rival por fin saldría a la calle se volvieran tangibles. Desde su lugar, vio las siluetas de la pareja que se abrazaba y se besaba en actitud de despedida. El resentimiento se acrecentó. No soportaba que él la tocara siquiera, mucho menos que la estrechara en sus brazos y mancillara sacrílegamente sus labios. En seguida creyó percibir las palabras "te llamo mañana", pronunciadas por su enemigo.
  -Para ti no habrá mañana -dijo en voz baja, en un tono que lo hizo imaginarse como villano de algún filme de suspenso y sentirse ligeramente ridículo. No obstante, lo que pretendía hacer nada tenía de ridículo. Era algo grave, muy grave. Sin perder un segundo, se alejó del edificio y se acercó al Jetta azul cobalto estacionado a unos metros, sobre la solitaria Avenida Central. Ahí lo esperaría, ahí lo enfrentaría.
  Pasaron un par de minutos sin que el otro apareciera en la entrada del inmueble y Roberto temió que se hubiera arrepentido y hubiese regresado al departamento. No fue así. Un individuo joven, de unos veintiocho años, surgió de pronto y se encaminó hacia el auto gris. Al reconocer al de la chamarra verde se desconcertó, pero luego de una leve duda mantuvo la misma zancada. Roberto lo miró y volvió a estremecerse. La diferencia de edades era notoria, pero había cosas en común entre ambos. Los dos usaban anteojos, los dos tenían sobrepeso, los dos eran incapaces de ocultar la inseguridad que los hacía verse como seres apocados. Se conocían, se habían visto más de una vez, sabían quién era el otro y la rivalidad que mantenían, aunque jamás habían cruzado una sola palabra. Aquella sería su primera y última conversación.
  -¿Qué haces aquí? -preguntó Luciano, al mismo tiempo contrariado y titubeante.
  -Vine a arreglar esto de una vez por todas -respondió Roberto, con una sequedad casi histriónica que él mismo no esperaba. Seguía metido en aquella película inexistente en la cual interpretaba un papel contradictorio.
  -¿Arreglar qué carajos?
  -Tú lo sabes, no te hagas pendejo.
  -Si te refieres a Montserrat, no hay cosa alguna que arreglar. Ella es mía y a ti no te soporta.
  Las palabras sonaron duras y burlonas, algo que enardeció a Roberto, cuyo rostro empezó a arderle al enrojecer de ira. En forma instintiva, llevó su mano derecha al interior de la chamarra y pudo sentir la sólida estructura de madera del bate de beisbol que llevaba oculto.
  -Bien sabes que en el fondo me sigue amando. Tú no eres más que un pinche amorío pasajero.
  -Ah, ¿sí? No me digas.
  Con ademán de desprecio, Luciano trató de llegar a la portezuela del coche, pero el otro se interpuso y no lo dejó acercarse.
  -Hazte a un lado, cabrón. No me obligues a...
  -¿A qué?
  Roberto miraba a su contrincante con aire retador y no se movió un centímetro.
  -Güey, eres mucho más viejo que yo, mucho menos fuerte -dijo Luciano con una mueca que quiso ser irónica.
  -Eso está por verse.
  Al comprobar que el cuarentón no se quitaba, el veinteañero lo empujó por sorpresa. Humberto dio varios pasos atrás y estuvo a punto de irse de espaldas contra el pavimento. Sin embargo, logró guardar el equilibrio. El joven intentó aprovechar el momento para abrir el carro, pero su nerviosismo era tal que no atinaba a meter la llave en la cerradura.
  -¡Me carga la chingada!
  Fue la última frase coherente que alcanzó a decir antes de recibir el primer impacto en la base de la espalda y sentir que su cuerpo crujía al doblarse de dolor. Sus rodillas chocaron contra el suelo y trató de mirar a su agresor, pero un nuevo golpe, brutal, despiadado, le hizo añicos las gafas sobre la cara y le destrozó la nariz.
  Roberto blandía el bate con las manos crispadas, en una grotesca posición de beisbolista en espera del siguiente lanzamiento. Miraba el rostro sangrante de aquel infortunado, pero lejos de arrepentirse y sentir piedad, su sed de venganza se agudizó hasta el paroxismo.
  Luciano llevó las manos a su cara fracturada, empapada de rojo. No podía hablar, mucho menos gritar. La viscosa hemoglobina lo ahogaba y sólo profería ruidos guturales mientras se revolvía en el asfalto. El atacante lanzó un batazo de grandes ligas que se estrelló en el pecho desprotegido y otros más en las piernas y en los brazos y en todas partes, hasta culminar con una serie de brutales golpes que rompieron cada hueso del desventurado cráneo. En cada swing, el bate zumbaba contra el viento y producía un sonido agudo que se transformaba en un batacazo sin reververaciones al dar contra aquel cuerpo cada vez más informe.
  Por fin se detuvo. Respiraba agitado, agotado. Su víctima no se movía, derribada a un lado del automóvil salpicado de manchas escarlatas. Nadie lo había visto cometer el violento asesinato. Era como si en el mundo todos durmieran y él fuese la única persona despierta. Sintió dolor en sus manos aferradas al fálico instrumento de muerte y por alguna causa inexplicable recordó que muy cerca de ahí se encontraban las instalaciones de una liga de beisbol infantil.
  -Hubiera sido un buen bateador -se dijo con gesto grave, al tiempo que huía de la escena del crimen.

No hay comentarios.: