jueves, 4 de abril de 2013

El arte de mirarse los zapatos

Así como entre los seres humanos existen quienes son abiertos, extrovertidos, osados, altivos, desafiantes e incluso exhibicionistas, también los hay tímidos, apocados, inseguros, dubitativos, escuetos, incluso temerosos.
  Lo mismo pasa en la música y muy especialmente en el rock, género en el cual lo normal durante muchos años fue toparse con grupos y solistas que al subir a un escenario se mostraban estruendosos, retadores, hiperquinéticos y plenos de poderío. Salvo algunos cantantes de folk, los roqueros en general mostraban y siguen mostrando una actitud de divas, de estrellas, de seres inalcanzables, aunque en la vida real sean sujetos tanto o más vulnerables que su propio público.
  A fines de los años ochenta y principios de los noventa de la centuria pasada, se produjo un fenómeno dentro del rock que vino a contradecir dicha actitud. Será que ciertos músicos eran o habían sido nerds o víctimas del bullying o cargaban algún sentimiento de vulnerabilidad y hasta de misantropía, pero tanto en los Estados Unidos como en Europa y especialmente en Irlanda y Escocia, surgieron músicos que al presentarse en concierto se ensimismaban, se encerraban en sus personas y en una especie de muro sonoro (que nada tiene que ver en sus intenciones con la pared de sonido inventada por el productor Phil Spector a principios de los sesenta) que parecía protegerlos de cualquier eventualidad y de cualquier agresión del entorno. Eran todo lo contrario de los Rolling Stones o The Who, lo opuesto a Queen o a los Sex Pistols. No existía parafernalia alguna que los recubriera de oropeles, no producían espectáculos vistosos, no había en ellos movimientos escénicos delirantes o restallantes fuegos de artificio. Se limitaban a tomar sus instrumentos, pararse en el foro y tocar y cantar como si estuviesen a solas. Algunos adquirieron la costumbre de bajar la vista y daban la impresión de estarse mirando los zapatos todo el tiempo. A este fenómeno empezó a conocérsele como shoegaze (de shoe, zapato, y gaze, mirar algo con fijeza) y terminó por convertirse en un subgénero seguido por miles de personas que se identificaron con esa peculiar actitud y con ese singular sonido.
  Dos agrupaciones destacan como las más representativas del shoegaze: los escoceses The Jesus and Mary Chain y los irlandeses My Bloody Valentine. En ambos podemos escuchar los referidas muros sonoros producidos por guitarras que no permiten silencios en su estruendo, un estruendo melódico sin embargo, lo que marca una sutil diferencia con el noise rock de grupos como Sonic Youth.
  El shoegaze es algo así (y asumo la responsabilidad de mis palabras) como si The Velvet Undergound se encontrara con Brian Wilson. Porque en su estilo están presentes la estética y las ideas de ambos. Digamos que lo que The Jesus and Mary Chain y My Bloody Valentine hicieron fue, más que noise rock, un noise pop: música ruidosa, omnipresente, ensordecedora, pero con un énfasis muy especial en los aspectos armónicos y melódicos.
  El cuarteto, surgido en Dublin en 1984, y cuyo álbum de 1991, Loveless, se convirtió en el clásico de clásicos del shoegaze, acaba de poner en circulación, 22 años más tarde, un nuevo disco, casi tan bueno como su viejo antecesor.
  m b v es el título de este sorpresivo larga duración aparecido a principios de febrero pasado. Digo sorpresivo, porque casi nadie esperaba que My Bloody Valentine volviera a grabar después de tanto tiempo. Pero Kevin Shields, Colm O’Cíosóig, Bilinda Butcher y Debbie Googe, los cuatro miembros originales del grupo, están de regreso, ya como venerables cincuentones, y su música se conserva prácticamente intacta. Quiero decir que se mantiene el sonido de Loveless e incluso de sus dos álbumes iniciales (el This Is Your Bloody Valentine de 1985 y el Isn’t Anything de 1988). Temas nuevos como (así, con minúsculas) “who sees you”, “if i am” y sobre todo “she found now” remiten al Loveless, mientras que “only tomorrow” y la preciosa “in another way” coquetean un poco más con lo melodioso e incluso con lo pop.
  Ciertamente, la música de My Bloody Valentine no es para cualquiera. De pronto puede parecer demasiado etérea, demasiado nebulosa, demasiado monótona. Sin embargo, el que agrupaciones actuales tan reconocidas como The Pains of  Being Pure at Heart o The Raveonettes guarden un estilo que mucho debe a Kevin Shields y compañía habla de la permanencia del shoegaze en el gusto de las nuevas generaciones.
  m b v es un gran trabajo, un digno retorno de My Bloody Valentine, una nueva joya en su brevísima discografía.

(Publicado este mes de abril, en el número 424 de la revista Nexos).

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