miércoles, 11 de mayo de 2011

Las mantis también envejecen


Con todos era una puta; conmigo, una fortaleza inexpugnable. Tal vez por eso me seducía tanto, tal vez por eso me obsesionaba tanto. Porque desde un punto de vista objetivo, no era precisamente una mujer espectacular, no poseía una belleza llamativa o una personalidad impactante. Más bien se trataba de una persona discreta, parca, reservada, incluso un tanto gris. ¿Cuál era entonces la razón para haber convertido en el centro de mi atención a una joven que además de todo me rechazaba, me menospreciaba, me rehuía? Dicen que el amor se basa en la sinrazón, en la falta de lógica, en el absurdo. Pero, ¿era amor lo que yo sentía por ella? ¿Era amor o un empecinamiento irracional? ¿Era quizá, como me lo dijera alguien, una mera adicción? Posiblemente sí. Ya que no me había dado por las drogas, el alcohol o la religión, me había vuelto en cambio adicto a ella, a esa mujer veintitantos años menor que yo y quien respondía al dulce nombre de Montserrat.
No obstante, lo peor de todo era que me había prendado de una hembra que saltaba de cama en cama, de hombre en hombre, con la velocidad de la luz. Y no lo ocultaba. Incluso hacía ostentación de ello. Montserrat conocía a la perfección lo que yo sentía por ella y parecía gozar con mi sufrimiento. Era una mantis religiosa veinteañera, fascinada por devorar con sádica lentitud al macho que la cortejaba. Había que exterminarlo con premeditada parsimonia. Primero las extremidades inferiores, más tarde las superiores, luego la cabeza y el torax, para terminar por comerse a dentelladas la parte más vulnerable y sensible: el cursi corazón enamorado.
Así pasaron tres, cuatro, siete, diez largos años, sin que la situación cambiara. Algo en mi interior me decía que tarde o temprano Montserrat terminaría por cansarse de su vida licenciosa, de su promiscuidad irrefrenable. Y así fue. Justo al cumplir los cuarenta. A esa edad, había perdido su frescura, su elasticidad, aun su vocación sensual. Era, o pretendía ser, una mujer madura. Decidió entonces abandonar el gusto por coleccionar varones y dedicarse a uno solo. Volverse monógama. Contraer matrimonio.
Yo continuaba cerca. Había sufrido por más de una década su desdén amoroso, pero seguía ahí, siempre servicial, siempre leal, como un perrito faldero en espera de las sobras. Ella lo sabía y por eso no se había alejado del todo. Conocedora de mi masoquista incondicionalidad, había logrado algo notable: cada vez que el frágil hilo que nos unía se tensaba y estaba a punto de reventar, lo aflojaba con astucia y lograba de ese modo que yo continuara atado a su cintura. Para mí, aquel hilo era mi única esperanza y tampoco me empeñaba en romperlo. Así las cosas, una mañana la invité a desayunar y me reveló el cambió que había decidido hacer en su vida.
-Quiero casarme. Necesito sentar cabeza.
Se veía triste, con la mirada un tanto apagada. Yo seguía mirándola, sin embargo, como la mujer más bella del universo. Al escuchar sus palabras, desde lo más recóndito de mi ser brotó un halo de ilusión. ¿Era acaso que la vida me recompensaba? ¿Tanto padecer en silencio, tanta sufrida paciencia, a final de cuentas habían valido la pena y podría aspirar, ahora sí, a convertirme en el único hombre de aquella a quien seguía amando con abnegada pasión? Después de todo, si en alguien podía confiar Montserrat para pasar a su lado el resto de sus días era en mí. Quise decírselo, proponerle matrimonio en ese mismo instante, pedir al mesero una botella del mejor vino y brindar por la felicidad que de pronto parecía asomar en mi vida. Pero ella habló primero.
-¿Te acuerdas de Jerónimo, aquel amigo mío que tantos celos te daba?
Escuchar ese nombre me hizo estremecer. Habían transcurrido ocho años desde los meses de espanto en los cuales ella anduvo con él y en los que me lo restregó en la cara en varias ocasiones. Si yo había aborrecido a todos y cada uno de los galancetes con quienes Montserrat había compartido holgadamente lo que a mí me negó siempre, por Jerónimo sentía el peor de los rencores.
-Sí, me acuerdo. ¿Por qué?
En mi pregunta vibró un temor nervioso. Mi cuerpo se llenó de tensión y mis manos temblaron a pesar de los esfuerzos por controlarme.
-Bueno, él…, Jerónimo…, me propuso que nos casáramos.
Si en aquel momento hubiera tenido un vaso en mi mano derecha, seguramente lo hubiera hecho añicos con la presión de mis dedos y habría sangrado con profusión. Y sangré, vaya que sangré. Sólo que Montserrat no se dio cuenta. Yo tenía la garganta seca y los ojos humedecidos. Ella miraba hacia otra parte.
-Aconséjame. Eres mi mejor amigo.
Ahora que recuerdo la escena, con la relativa tranquilidad que da el paso del tiempo, me parece que debimos vernos absolutamente ridículos. Una mujer que ingresaba a sus cuarenta y un hombre de sesenta y pico, de cabello cano y vientre abultado, sostenían un diálogo que tal vez habría resultado menos absurdo en personas veinte años menores. Por supuesto que mi consejo hubiera valido muy poco. Yo tenía la certeza de que Montserrat tenía decidido lo que iba a hacer y que nada, mucho menos mi opinión, le haría cambiar lo que ya había determinado.
Se casaron dos meses más tarde. Ella me llamó un día antes de la boda para invitarme, a sabiendas de que de ninguna manera asistiría. No obstante, antes de medio año se separaron y se divorciaron de manera irreconciliable. Yo sabía que eso iba a suceder. Conocía lo bastante a Montserrat como para adivinar que no estaba hecha para la vida de casada.
Jamás lo volvió a intentar. Trató de volver a su afición por las camas diversas, por los machos de ocasión, pero ya no fue lo mismo y terminó por dejar su entrepierna en paz. Ayer cumplió cincuenta años. Sé que vive sola en una pequeña ciudad costera. Hace un lustro que no la veo, si bien esporádicamente nos escribimos. ¿Que si todavía la amo? Creo que sí. Por alguna extraña razón que supongo jamás me sabré explicar, mi amor por Montserrat ha seguido vivo y su recuerdo me mantiene paradójicamente jovial. No está mal para un sujeto de setenta y dos años que sigue sin hacerse a la idea de que ya no es un adolescente.

1 comentario:

Gato dijo...

ÉXITO para el escritor cuando el personaje del cuento es tan real que uno (el lector) se identifica con él. FELICIDADES, gran texto.