sábado, 22 de enero de 2011

Vamos a tetepanguear


Estuve viendo por Milenio Televisión, el jueves pasado, todo el problema que se armó cuando un grupo de presuntos empleados del líder del Sindicato Mexicano de Electricistas, ese inefable personaje de indeleble grisura que responde al nombre de Martín Esparza, atacó a nuestros compañeros, el reportero Javier Vega y el camarógrafo Juan Carlos Martínez, mientras éstos realizaban algunas tomas afuera del rancho que don Martín posee en Juanchó, municipio de Tetepango, en el estado de Hidalgo.
Pude ver, en el noticiario de Ciro Gómez Leyva, el testimonio del joven periodista, escuchar la escalofriante grabación del momento de la agresión (trasmitida por el celular del propio Javier, antes de que le fuera confiscado por las fuerzas populares revolucionarias) y oír las palabras telefónicas de Esparza, quien hizo una encendida defensa de la propiedad privada que ya la quisiera el más conspicuo adalid del capitalismo salvaje. Todo para justificar el robo o secuestro de los instrumentos de trabajo de los reporteros y restarle importancia a lo que estuvo a punto de convertirse en una lapidación.
Aparte de la gravedad del hecho mismo, lo que me brinca es un par de pequeños detalles. Primero, que un líder sindical de la (des)atinada izquierda sea dueño de un rancho (de una o de 35 hectáreas, para el caso da lo mismo) con caballos finos y otros lujitos. Como que suena poco congruente. Segundo, que Juanchó sea una especie de feudo de Martín Esparza, en donde éste tiene la función de virtual cacique, y que ahí no haya más ley que la suya propia (por algo los policías locales nada hicieron para rescatar a los periodistas).
¿Qué diferencia habría entonces entre los viejos líderes charros del PRI y los nuevos líderes iluminados de nuestra clase progre, si en ambos casos se trata de personajes impunes, soberbios y abiertamente enriquecidos?
Martín Esparza podría ser el pionero de una nueva especie de líderes sindicales, tanto o más siniestros que leyendas como la Quina o Napoleón Gómez Sada.
Que el espíritu de Fidel Velázquez nos coja confesados.

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