domingo, 10 de enero de 2010

Ochenta y ocho años


Son los que hoy cumplió mi mamá. Por fortuna, está muy bien de salud y ni por asomo parece tener esa edad. Hace dos años publiqué aquí mismo un texto al que llamé Todo sobre mi madre. Lo reproduzco con algunas actualizaciones.

  Hoy es cumpleaños de mi madre. Según ella, cumple ochenta y cinco eneros; según otras versiones, cumple ochenta y ocho. Es Capricornio, igual que mi papá, y la conozco desde antes de que yo naciera (mal chiste).
Se llama Rebeca. Rebeca Michel Ruelas. Vino al mundo en Autlán de la Grana, Jalisco en 1922, hija de Fidencio Michel (gran dibujante, con antepasados franceses) y de María Ruelas. Es la más chica de una familia de trece hijos, de los cuales sólo queda ella. Los Michel Ruelas eran católicos de cepa, literalmente fundamentalistas. Uno de los hermanos de mi madre fue guerrillero cristero (Javier), otro escribió libros con temas religiosos (Andrés, aunque también fue crítico de teatro y danza y rector de la Universidad de Tabasco) y uno más estuvo entre los fundadores del Partido Acción Nacional (Enrique, el abogado). Una de sus hermanas (Lucila, paradójicamente la más liberal y alivianada) se hizo monja y llegó a ser superiora en un convento de Cotija, Michoacán, otras dos se casaron (Beatriz y la ya mencionada Teresa) y las dos restantes se quedaron solteras toda su vida (la amable Raquel y la temible Aurora).
  Rebeca llegó al Distrito Federal a principios de los cuarenta (tendría diecinueve o veinte años). Con sus padres y algunos de sus hermanos y hermanas, se instaló en una casona de la calle Madero, en Tlalpan, pueblo donde conoció a Juan García Ayala, mi padre (ver entrada del 28 de diciembre de 2007 en este mismo blog), con quien contrajo matrimonio en 1944. Un año después dio a luz a mi hermano mayor, Sergio Arturo, y debio pasar una década para que arribara yo, en 1955. Luego vendrían mis otros tres hermanos: Myrna Aracely (1958), José Jorge (1961-2008) y María Ivette (1967). Esa fue la familia García Michel (ahora con siete nietos).
  La relación con mi madre fue siempre buena para mí. Debo aceptar que me consentía mucho, tal vez porque siempre fui el niño ejemplar de la casa (ya saben, tranquilo, bien portado, aplicado en la escuela, con facilidad para los idiomas, voraz lector, buen católico). Cuando empecé a cambiar mis ideas en la adolescencia y me volví socialista, liberal y nada religioso, supo respetarme (aunque sé que le dolía que ya no fuera a misa y esas cosas). Su personalidad ha estado marcada por sus arraigadísimas creencias y su catolicismo a ultranza y en eso ha sido siempre muy coherente, aunque debido a ello nos infundió a sus hijos esos sentimientos de culpa tan típicos de los católicos. Quizás el único dolor que le causé fue cuando a mis diecinueve años me fui a vivir con una mujer nueve años mayor que yo, divorciada y madre de tres niños (Rosa), con quien permanecí casi dos décadas y tuve dos hijos (Alain y Jan).
  Actualmente la veo cuando menos dos veces al mes, pero nos hablamos por teléfono. Se encuentra sana, aunque cada vez oye menos (se niega a usar un aparato para la sordera que tiene en su casa). Escribe poemas religiosos en español y en francés (a ella le debo mi amor por ese idioma –el cual estudié durante cuatro años y medio en la Alianza Francesa de San Ángel- y mi amor por Francia y su cultura).
  Yo nunca he padecido de mamitis ni la idealizo como la mayoría de los mexicanos idealiza a sus cabecitas blancas. Sencillamente la amo y espero que siga saludable, feliz y lúcida por muchos años más.

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