viernes, 12 de septiembre de 2008

París, día 4 (De Eurodisney a Pigalle)


Por la mañana, fuimos al internet, donde escribí mi “Cámara húngara” para Milenio (“Cartas desde París 1”). Desayunamos de nueva cuenta en el Class’ Croutte y de ahí nos fuimos en el RER… ¡a Eurodisney! Sí, en este viaje de contrastes, Paulina y yo abarcamos toda clase de puntos. De hecho, cuando el proyecto iba cobrando forma, aún en México, la Pau me dijo un día: “¿… y vamos a ir a Eurodisney?”. Deseo cumplido.
El trayecto duró una hora y llegamos al lugar a la una de la tarde. Había dos opciones (a 49 euros el boleto): el parque de diversiones o los Estudios Disney. Como desde que llegamos, mi compañera de viaje vio en el metro un anuncio del nuevo espectáculo The Twilight Zone y éste se encontraba en la zona de los estudios, nos fuimos a éstos. Nos esperaban seis horas muy singulares.

Había mucha gente, pero no tanta como para sentirse abrumado. Buscamos la famosa Dimensión desconocida. Era un gran edificio "derruido", un supuesto hotel viejo como de película en blanco y negro de los años treinta (The Hollywood Tower Hotel). Unos tipos vestidos de "botones" recibían a la gente. Primero nos metieron, como a cien personas, en un saloncito donde nos explicaron que estábamos a punto de entrar a una zona prohibida, etcétera. Luego dividieron al grupo en dos partes. Nuestra mitad fue instalada en unas como gradas, pero se nos advirtió que teníamos que abrocharnos los cinturones de seguridad, cosa que hicimos. Uno de los “botones” nos dijo que no sabíamos en lo que nos habíamos metido, dio un paso atrás para dejarnos y unas puertas se cerraron. La oscuridad fue total y durante algunos segundos cundió el nerviosismo. No teníamos idea alguna de lo que sucedería (de hecho, habíamos pensado que se trataba de una especie de casa de los sustos). De pronto, sentimos un jalón muy fuerte hacia arriba y un súbito enfrenón. Las puertas se abrieron y vimos una proyección de fantasmas y no sé qué más. Otra vez se cerraron las mismas y esta vez el jalón hacia arriba fue horrible. Yo cerré los ojos y sentí que el estómago se me bajaba a los pies. La gente gritaba. Nueva frenada y las puertas se abrieron otra vez. La vista del parque era espectacular. Estábamos hasta arriba del edificio, como a ocho o diez pisos de altura. Todo se cerró y sobrevino lo peor: nos dejaron bajar en caída libre. Por Dios que nunca había sentido algo tan feo. Nada más cerré los ojos y mi mente quedó en blanco. La experiencia no duró más de dos minutos, pero pareció eterna.

Salimos de ahí llenos de risa nerviosa y con las piernas flojas. Paulina y yo somos más que miedosos para esta clase de juegos (desde chico, yo nunca me subía a uno solo) y tal vez fue eso, nuestra mutua cobardía al respecto, lo que hizo que entre los dos nos diéramos ánimos para entrar al jueguito. Salimos, pues, y entramos a otras atracciones más tranquilas. Sólo había otras dos que parecían vertiginosas: una que se llamaba algo así como Aerosmith Roller Coaster -que se veía gruesísima y que desechamos por completo- y un juego basado en la película de Nemo. Como vimos que en este último había formados niños, señoras y personas “de edad”, nos animamos a entrar. Craso error. Se trataba de unos carritos redondos para cuatro personas (dos y dos, espalda con espalda) que iban sobre unos rieles. En lugar de cinturón de seguridad, había unas barras que se debían apoyar en el estómago. Nos subimos pues, junto con una pareja. El carrito avanzó lentamente, se metió a una curva y aceleró de pronto. La visión era increíble, hay que decirlo, pues se supone que iba uno adentro del cardumen que aparece en la peli. Pero entonces empezamos a subir lentamente y adivinamos lo que nos aguardaba. Al llegar a la cumbre, se desató el vértigo. El carro se dejo ir por una pendiente, se levantó de lado (pensé que Pau caería sobre mí, mientras gritaba enloquecida) y de pronto dio un giro hacia atrás (el peor momento) y casi se puso de cabeza. Luego todo se calmó y llegamos al final del trayecto. Otra vez dos minutos que se convirtieron en una sucursal de la eternidad. Salimos más nerviosos que de la Twilight Zone y terminamos mirando un espectáculo de coches y motocicletas que duró casi una hora. Compramos recuerditos y abordamos el RER a las siete, para llegar al hotel una hora más tarde. La verdad, a pesar de las emociones a las cuales ninguno de los dos está acostumbrado, la pasamos muy bien y muy divertidos (digo, de chico nunca fui a Disneylandia por falta de recursos, así que…).

En el hotel sólo dejamos las cosas, para irnos en metro a la zona de Pigalle, pues Pau pretendía dar con un antro gay (¿más emociones fuertes?), “porque ahí no molestan a las mujeres”. Como yo había escuchado que la seguridad en París había disminuido en relación a la que existía hace cuatro años que estuve aquí, iba un tanto intranquilo, no por mí sino por ella. Salimos del metro y empezamos a caminar por un camellón. Paulina me tomó del brazo y al pasar frente a un grupo de hombres negros que me dieron mala espina, ella me soltó y me espetó que era yo "un fresa". Ante mi sorpresa, me dijo que había notado lo tenso que estaba, pues (juro que fue de manera inconsciente) le había apretado la mano con mi brazo. Se molestó y no cuento más porque no vale la pena ahondar en ello, pero no fue un momento agradable. Luego se calmó, pero yo estaba sacado de onda, ya no por los riesgos que pudiéramos correr (que en realidad eran casi nulos), sino por la sorpresiva reacción de mi acompañante. Seguimos el paseo (aunque ya no me tomó del brazo), vimos el famoso Moulin Rouge y varios antros más, pero ninguno gay. Incluso entramos a curiosear a una sex shop bastante chafita. Al final, nos metimos a un bar donde cenamos y bebimos cerveza y vino. La tensión entre ambos había desaparecido casi por completo, pero ya no era lo mismo (aunque le tomé la bellísima foto que adorna este segmento). Salimos, caminamos y entramos a otro bar, muy lleno, donde jóvenes parisinos y parisinas se divertían con un karaoke. Lo más divertido ahí fue una desinhibida gringa que cantó varias piezas. Salimos como a las doce y ya no buscamos más, pues nadie supo decirnos si había un bar gay como el que buscaba Paulina. Regresamos al hotel. En mi diario de viaje anoté: “No sé si me siento bien, a pesar de que me siento bien”.

2 comentarios:

Edgar López dijo...

Michel¡

Es mujer, ¿que te sorprende?
Esta diseñada para quererla no para entenderla.

Por otra parte en Orlando también fui a la Twilight Zone, te abren una puerta ves a la gente como hormigas y rajale, hasta abajo.
Adios estomago.

Saludos

Sonic Reducer dijo...

Desconozco los por qués de este viaje, pero se me hace que te creaste más expectativas de las que de verdad te dio y lo hiciste con la certeza de que ibas con la persona ideal... y a la mera hora resultó que no fue así, pues un mohín de ella bastaba para echarte a perder el día. Para la próxima, ojalá tu compañera de viaje sea alguien más afín y la maleta de las expectativas déjala en casa.
Saludos.