viernes, 30 de mayo de 2008

Un rincón cerca del chemo (Vivir a un lado del Azul)*


Para Ciro Gómez Leyva, Rafa Ocampo
y otros milenarios cruzazulinos de cepa.
Que la suerte los acompañé este domingo.


Desde hace ocho años y cuatro meses tengo la suerte de vivir a escasa media cuadra del Estadio Azul, en la colonia Ciudad de los Deportes (a la cual los cronistas “de color” insisten en llamar la Nochebuena, cuando ésta se encuentra del otro lado del Eje 6, pero en fin…). Lo anterior quiere decir que a lo largo de casi una década, me ha tocado lidiar cada dos sábados con un partido de La Máquina Celeste, Los Cementeros, Los Chemos del Cruz Azul.
Amigos y conocidos suelen comentarme que debe ser terrible vivir tan cerca del viejo inmueble vecino de la Plaza de Toros México y siempre les contesto lo mismo: “Fíjate que no, ya me acostumbré”. Es la verdad. Será que los seguidores cruzazulinos son más bien tranquilones y que sus “barras” siguen siendo porras, pero jamás me ha tocado presenciar algún acto de vandalismo en mi calle (parece que siempre suceden del otro lado del estadio).
La cosa es que el día de ayer sucedieron dos hechos muy poco habituales: Cruz Azul llegó a la final del fut mexicano y hubo partido en jueves. Nunca había visto tanta gente sobre Maximino Ávila Camacho (of all names). Vaya, ni siquiera cuando los entenados de Billy Álvarez han jugado contra sus eternos rivales: América, Guadalajara y mis entrañables Pumas de la UNAM. Pero antier era la finalísima contra el Santos de Torreón y había que dejarse ir llenos de fe, esperanza y (ninguna) calamidad.
Desde el balcón de mi deptito podía ver las olas de hombres y mujeres, ancianos y niños que avanzaban como un río rumbo al entrañable coliseo, donde tantas veces han visto sus sueños estrellarse contra el destino. Había en sus miradas, en sus gritos, en sus sonrisas, en sus ritmos de batucada con arlequines en zancos y brasileñas de la colonia Moctezuma tal confianza que conmovía. Una que otra playera de rayas verdes se perdía entre la muchedumbre, como cascarita de limón en la mar océano.
Imaginé cómo estaría todo un par de horas más tarde, cuando el silbato del Chiquidrácula Marco Antonio Rodríguez diera el pitazo final y los aficionados celestes salieran a festejar la ventaja que se llevarían a la región lagunera para sellar el campeonato el domingo.
No fue así. Cruz Azul jugó un primer tiempo perfecto y un segundo lapso fatal. Los gritos jubilosos que llegaban a mi casa en esos cuarenta y cinco minutos iniciales desaparecieron durante la segunda mitad.
A las diez de la noche, miles de seres cabizbajos salían hacia Insurgentes como procesión del silencio. La maldición había recaído sobre ellos, cuando parecía que ahora sí la iban a hacer. Más que cementeros, parecían cementerios.
Pero aún quedan noventa minutos.

*Este texto se publicará mañana sábado en la sección QRR de Milenio Diario.

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