sábado, 22 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad*


“No entiendo cómo puede haber personas que odian a la Navidad”, me dijo ella. “Después de todo, en estos días la gente sonríe, se da regalos y cena rico. A mí me encanta”. Me miró de manera tan convincente que no pude más que otorgarle la razón y pensar en mis adentros cuánto me habría gustado pasar la Nochebuena a su lado. Sin embargo, era imposible. La mujer de mis sueños tenía a un hombre con quién estar el 24 de diciembre.
Nos despedimos con un abrazo y un casto beso en la mejilla y la vi partir en un taxi. Había oscurecido ya y debía regresar a mi casa. Pero no me daban ganas de hacerlo, así que empecé a caminar sin rumbo por la ruidosa avenida, llena de luces, de voces, de seres anónimos. Pensé en el año que se acercaba a su fin y en cuanto había sucedido en el país a lo largo del mismo. No nos había ido tan mal a final de cuentas. México seguía en pie y a pesar de los agoreros que cuando no encuentran reales situaciones de peligro las inventan, la nación permanecía incólume. Sí, los problemas seguían ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Pero el desgajamiento que muchos temían no había ocurrido. Los rebeldes que amenazaron con incendiar al territorio nacional se habían convertido en su propia caricatura. La gente dejó de creerles y hasta comenzó a burlarse de ellos. Claro, habían pasado cosas terribles: las ejecuciones de las mafias, la pederastia protegida desde las altas esferas, la neutralización vengativa de nuestra más cara e importante institución democrática, una clase política que en su soberbia no se daba cuenta de cuánta vergüenza suscitaba... y con todo ello, el país daba algunas leves muestras de salud y fortaleza.
Entonces volví a pensar en ella y en sus palabras de hacía apenas unos minutos: “No entiendo cómo puede haber personas que odian a la Navidad”. Sonreí con melancolía y me dije que aunque esta vez no pasaría la Nochebuena a su lado, por la presencia de otro que arribó a su vida antes que yo, tal vez el año próximo las cosas podrían ser diferentes.
Siempre hay lugar para el optimismo. Hasta para el optimismo ingenuo.

*Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario.

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